La cultura como mecanismo de adaptación de los seres humanos (página 2)
¿Por qué nos horrorizan de
distinta forma los crímenes de los vencidos, que los de
los vencedores? ¿Qué hace que los crímenes
de los primeros sean distintos a los de los segundos?
¿Qué hace que el dolor infligido tenga poca
importancia o, dicho en palabras de Arendt, que se banalice el
mal? Hoy se llaman "daños colaterales de la
guerra".
Algunos estudios e investigaciones que han
problematizado el imaginario atávico de la obediencia y su
crisis se resumen en el siguiente cuadro:
Michel Foucault | Desarrolló su reflexión | |
Grupo de Theodor | Estudios sobre la personalidad | |
Stanley Milgram | Experimentos sobre la tendencia a la | |
Ana Muñoz | El análisis sobre el | |
Renato Hevia en relación | El sentido del deber, de la | |
Giuliano Pontara | La obediencia, por un sentido de |
Crisis de las fronteras, los
límites y la construcción del
enemigo
Como vimos en el primer módulo, la
revolución cultural del sedentarismo supuso un cambio
profundo en la concepción del territorio, no solo en el
aspecto físico de las fronteras espaciales, sino
también en los sentidos de pertenencia de los grupos y en
el concepto de las identidades colectivas, personales, de
género y de especie.
Los límites empezaron a ser el punto
de referencia a partir del cual la humanidad pudo entenderse;
dicho de otra manera, las personas y los colectivos construyeron
los elementos que los definían por similitud y diferencia:
el adentro fue el espacio de los iguales, y el afuera, el lugar
de los distintos. Los nuestros fueron los que tenían la
misma procedencia, el mismo color de piel, las mismas creencias,
el mismo pedazo de tierra, la misma lengua; a los otros les
correspondió el lugar de las diferencias.
Esta naciente percepción del mundo
fue apoderándose de todos los espacios, incluidos los
más personales e íntimos: se construyeron dos
lugares perfectamente diferenciados entre los hombres y las
mujeres, y también fronteras que separaron el mundo de los
humanos del mundo del resto de los seres vivos: la naturaleza
empezó a ser una externalidad.
Las fronteras y los muros empezaron a
apropiarse del mundo cultural, permeando transversalmente todo
tipo de relaciones: la realidad se escindió en todos los
niveles, se dividió en dos. Las religiones, los racismos,
los sexismos, los Estados, el antropocentrismo, el machismo, son
hijos directos de esta forma cultural de entender la vida. En
estos diez mil años nos hemos dedicado a crear y
fortalecer fronteras y a levantar muros que nos separan y, en
consecuencia, nos definen y dividen a los amigos de los
enemigos.
El Estado moderno no se ha liberado de este
imaginario atávico, constituido desde la
delimitación y defensa del territorio, que definió
la pertenencia alrededor del unanimismo religioso y que se
inventó el concepto de raza y de sangre como elemento
diferenciador. Hemos caído en la trampa de los eufemismos,
creyendo que con nombrar distinto estos elementos ya se hacen
esencialmente diferentes. Al derecho a los límites y
territorios hoy le llamamos soberanía. Al unanimismo
religioso hoy le llamamos ideología política y
libre mercado. A la sangre y a la raza las hemos reencarnado en
"destinos manifiestos".
La historia, a partir de entonces, se
volvió el relato de la caída y la
recomposición de las fronteras, en una
reelaboración permanente del territorio y, por ende, de
los amigos y los enemigos. La llamada "guerra fría"
respondió al mismo concepto, y cuando se cayó la
Cortina de Hierro empezamos a reconocer en las fronteras
culturales una nueva forma de recomponer el dualismo
amigo/enemigo y a definir las nuevas características del
muro que nos separaba.
La caída del Muro de Berlín,
en noviembre de 1989, se convirtió en una evidencia de la
crisis de las fronteras. Sucedió cuando no se lo esperaban
ni siquiera los que más se empeñaban en ello y, por
supuesto, por fuera de todo análisis "realista"; no lo
tumbó nadie en particular, pero fue derrumbado para
convertirse en un signo del cambio de los imaginarios culturales
que soportan esta cultura hegemónica.
Pero las fronteras no son solo aquellas que
ocupan un espacio geográfico ni los muros normativos.
También han entrado en crisis los límites que hemos
establecido entre la especie humana y el resto de los seres
vivos. Límites que nos han llevado a creernos no
sólo con el derecho sino con el deber moral de poner los
recursos de la Tierra solo al servicio de nuestra especie, sin
importar las consecuencias. Al objetivar la naturaleza, hemos
perdido la posibilidad de aprender de la solidaridad que existe
entre los iguales, la necesaria solidaridad de la
vida.
Los movimientos nacidos y/o fortalecidos a
partir de la década de los 60 han profundizado la crisis
de esa mirada. Hasta hace poco, otras formas de vivir la
sexualidad humana por fuera de los parámetros de la
heterosexualidad eran consideradas "anormalidades", enfermedades
que debían ser tratadas por los médicos, los
psiquiatras y lo psicólogos. Pero sus investigaciones han
ido demostrando que la sexualidad no responde a una opción
culturalmente moldeada, sino que es una orientación con la
que se nace, desvirtuando el miedo machista al acercamiento a
expresiones femeninas de la vida, por temor a "torcer" la
expresión de la sexualidad por fuera de los límites
socialmente admitidos.
Como vemos, las fronteras construyen
sociedades que se han estructurado desde la existencia cultural
de los dualismos amigo/enemigo, especie humana/naturaleza,
masculino/femenino. La dificultad no está solo en que se
perciban realidades opuestas, sino en la relación de
dominación/supeditación que se establece entre
ellas casi que de forma "natural", sin que lo sea. Y ello hace
que las relaciones parezcan, en principio,
antagónicas.
Estamos transitando hacia la
complementariedad de los opuestos, hacia una realidad que no se
defina desde las fronteras; pero todavía no sabemos
cómo se hace e intentamos aprender de lo que sucede, para
irlo decantando e incorporando. Por decirlo de otro modo, cada
vez que tenemos un territorio, necesitamos levantar muros que lo
separen de los otros y que delimite la posesión. De hecho,
cuando alguien compra un terreno, lo primero que hace son los
muros y las cercas. Esto permea todos los ámbitos, desde
lo más privado hasta lo más público. Sin
embargo, los muros se caen –Berlín, 1989-; las
fronteras son ignoradas por las poblaciones que las ocupan
–miskitos, entre Honduras y Nicaragua; los wayúu,
entre Venezuela y Colombia–; la teoría que trata de
leer en la realidad cómo la sexualidad se construye en
tránsito, la teoría de Gaia muestra que las
fronteras que le hemos construido a la vida son artificiales.
Estos hechos, junto a muchos otros, muestran formas de hacer que
nos pueden sugerir cómo transformar nuestras maneras de
pensar.
Crisis del paradigma de los
iguales
Las fronteras definieron los
espacios, los territorios en los cuales reunir a los iguales: en
el interior de ellos, una sola fe, una sola autoridad, un solo
gobierno, una sola verdad, una sola cultura, una sola lengua, un
único modelo de producción, una única
constitución, una sola historia, una sola raza. Es
innegable que, al respecto, algunos pasos se han dado, pero el
unanimismo no ha dejado de ser una pretensión que se
explicita en los momentos de crisis. Este territorio, entendido
como el espacio por el que circulan los "iguales", ofrece
sensaciones de seguridad, que no expresan otra cosa que la
desconfianza que suscitan los "distintos".
Las grandes migraciones mundiales que se
han dado en los últimos cien años, producto de las
guerras, de las crisis económicas y políticas, han
multiplicado este sentimiento que se manifiesta en una xenofobia
creciente. Las "patrias" o su sinónimo, los "Estados
modernos", lograron establecer con relativa claridad las
fronteras que definieron los sentimientos de pertenencia desde
aquellos elementos comunes que disolvieron cualquier diversidad:
una bandera, un himno, un gobierno, una lengua, unas mismas
creencias, una constitución, unas mismas leyes, un
reconocimiento colectivo de los grupos que tenían el
monopolio de la dominación y, como conclusión
evidente, la paz como el resultado de este proceso de
unificación y unanimismo.
La destrucción sistemática de
lo diverso no sólo se expresa en el campo de las
relaciones humanas (diversidad política, diversidad
sexual, diversidad económica), sino también en la
forma de relacionarnos con la naturaleza, multiplicando los
monocultivos y la producción agrícola
industrializada.
Sin embargo, ante la hegemonía del
imaginario de los "iguales", la diversidad se manifiesta,
tercamente, como condición de la vida, y va permeando este
imaginario que sustenta el unanimismo, cuestionando además
nuestras formas de vivir, nuestras formas de producir y de
relacionarnos con la naturaleza y, por supuesto, las relaciones
entre las culturas, los países, los géneros, las
diferencias de color de la piel o de creencias de la especie
humana. De nuevo se impone la necesidad de reconectar la cultura,
sus simbolismos y sus significaciones, a su motivación
inicial: la supervivencia de la vida y la protección de la
diversidad, como condición sine qua non de la vida
misma.
Crisis de la verdad única y
absoluta
En la medida en que se cuestiona la
obediencia, en que se deconstruyen las fronteras, en que se
deslegitima la uniformidad como ideal social, va
desdibujándose también la posibilidad de una
"verdad única" y el ejercicio del poder centralizado, como
omnisciente y todopoderoso.
La historia de la cultura sedentaria ha
estado atravesada por la necesidad de conocer y poseer la verdad,
porque en las estructuras y en los imaginarios culturales
hegemónicos la verdad da la seguridad y la seguridad da el
poder. Entonces, surge el propósito de unificar la fuente
de la verdad. Y en este ya largo período histórico,
los grandes cambios han consistido en trasladar de un sujeto a
otro la posesión de la verdad, pero sin cuestionar la
existencia de Una Verdad, ni la posesión de la misma por
una sola persona, que casi siempre han sido
líderes-hombres o, en circunstancias particulares, mujeres
que han manejado el poder en perspectiva masculina y en
lógica de dominación.
Esto ha sido posible y sigue
siéndolo, porque la socialización básica de
los humanos sedentarios se da en medio de instituciones que
reproducen esta forma de ver el mundo. A modo de ejemplo, en la
institución familiar se aprende a no poner en tela de
juicio el nivel de verdad de los padres; en la escuela, el de los
maestros; en las iglesias, el de sus ministros; en las empresas,
el de sus gerentes. Y la realidad política y social
termina siendo esta realidad ampliada, porque en todas estas
instituciones la verdad y, en consecuencia, el poder son un
monopolio al que se le conceden características de
infalibilidad.
Y son esta construcción de la verdad
y esta visión centralizada y jerarquizada del poder las
que han entrado en crisis a partir de sus propias consecuencias
en los últimos cien años y en todos los niveles.
Solo nombrar algunos casos es suficiente para entender el
cuestionamiento: Pol Pot en Camboya, Hitler en Alemania, Pinochet
en Chile, Videla en Argentina, Stalin en la ex Unión
Soviética, Mao y su revolución cultural en China,
Pérez Jiménez en Venezuela, Idi Amín en
Uganda, Franco en España, Mussolini en Italia… por
no mencionar a quienes hoy hacen esfuerzos por pertenecer a esta
lista de "mesías" llamados a salvar a sus pueblos,
montados en una verdad indiscutible.
Como alternativa, estamos descubriendo los
liderazgos colectivos, los líderes que saben ponerse a un
lado para no supeditar la historia a su existencia. Gandhi supo
hacer de la verdad una construcción colectiva e
histórica para no volverse él la medida de la
misma. Ya lo veremos adelante con mayor detalle. A pesar de ello,
la India no logró superar la supeditación que
supone un imaginario cultural no transformado. Mandela hizo lo
propio al retirarse del poder al cumplirse su período, sin
la pretensión de transformar la constitución para
perpetuarse, a pesar de que le hubiera sido bastante fácil
conseguirlo, por el reconocimiento social de su liderazgo. El
Foro Social Mundial no tiene cabeza visible, resistiéndose
sus organizadores, hasta ahora, a todas las suspicacias que
despierta una organización no jerarquizada.
Son esfuerzos en lógica emergente,
nuevas formas de hacer y de pensar, que se van insinuando;
alternativas a la relación aparentemente indivisible entre
verdad única y poder de centro, que sigue siendo
hegemónica. Y lo sigue siendo porque la cotidianidad sigue
reproduciéndola, como ya lo veíamos
anteriormente.
También hace parte de esta
lógica emergente aquello que suscitó todas las
movilizaciones en contra de la guerra en Irak, bajo el lema de
"No en mi nombre". Ellas nacieron de una carta que unas cuantas
personas, artistas e intelectuales norteamericanos le enviaron al
presidente Bush cuando decidió invadir Afganistán.
En ella, le decían que él tenía el poder
para hacerlo, pero que quedara claro que no lo hacía a
nombre de ellos. Este pequeño esfuerzo fue la semilla de
la movilización de millones de ciudadanos que cuestionaron
la relación entre verdad y poder de centro, evidenciando,
como se comprobó posteriormente, que este poder no ha
tenido ni tiene ningún impedimento para mentir. No se
logró impedir la invasión, pero se le dio un golpe
al símbolo que sostiene al poder y su supuesta
relación con la verdad.
La crisis del chivo
expiatorio
Como lo señala Girard (1986), el
chivo expiatorio fue una construcción cultural que tuvo
por objeto purgar una situación social inadecuada a
través de la escogencia de una víctima
propiciatoria en quien se depositaba la culpa colectiva, que se
expiaba con el sacrificio de dicha víctima, consiguiendo
así de nuevo el equilibrio social.
Juan José Prat (2008) señala
que son tres las ideas fundamentales de la reflexión de
Girard: a) el deseo mimético, que hace referencia al
aprendizaje cultural de los seres humanos, a través de la
imitación colectiva; b) el origen violento del orden
social y del equilibrio cultural a través del sacrificio y
c) la trascendencia que el cristianismo le ha dado a este mito
del chivo expiatorio.
Aunque en muchas de las sociedades actuales
el sacrificio humano ha sido superado, el sentido profundo de
encontrar un semejante que cargue con la culpa colectiva sigue
vigente en nuestras sociedades, más de lo que nos
atreveríamos a admitir. Incluso, podríamos afirmar
que la pena de muerte, que permanece como una práctica
común en muchos países llamados civilizados (varios
estados de EE. UU. la tienen), no es otra cosa que una
expresión de este imaginario atávico
sedentario.
Estamos acostumbrados a mirar los
acontecimientos de forma aislada, a analizarlos sin establecer
las relaciones que nos permitan trascender la simple
sintomatología. La lógica del "chivo expiatorio"
sigue presidiendo las reflexiones sociales sobre los
acontecimientos que nos preocupan, eximiéndonos de
analizar profundamente los patrones culturales que nos mueven y,
por lo tanto, seguimos aplazando indefinidamente la posibilidad
de suscitar unos nuevos que nos abran caminos como especie. Con
la utilización del "chivo expiatorio" la sociedad sigue
acusando y señalando con el dedo a la reencarnación
del mal, quedando, de paso, como si ella fuera justa, es decir,
como si fuera parte del bien.
Es más fácil enjuiciar a los
criminales nazis o a Milosevick especialmente y solo cuando
pasaron a engrosar las huestes de los perdedores, que
preguntarnos por aquellas cosas que dan siempre un margen de
posibilidad a otras situaciones similares. Y esto permea toda la
realidad social.
Toda situación anómala tiene
un culpable, afirma este imaginario. El encontrarlo y condenarlo
ejerce en la comunidad una sensación de seguridad. En la
vida cotidiana, encontramos diversidad de ejemplos, porque es
allí donde se interiorizan y se expresan estos
imaginarios:
Los directivos de un colegio en
Bogotá estaban muy preocupados porque un estudiante de los
últimos grados había amenazado de muerte a una
profesora, y al elaborar el manual de convivencia que regula las
relaciones en la institución, no incluyeron la amenaza de
muerte como causal de expulsión. El estudiante y su
familia, que cayeron en la cuenta de esta situación, no
estaban dispuestos a dejarse sancionar con una norma inexistente.
Por supuesto que todos coincidían en la gravedad de la
falta y el peligro que significaba para la comunidad educativa
que un delito de estas características quedase sin una
"sanción ejemplarizante", es decir, que sirviera de
ejemplo para toda la comunidad educativa.
La lógica del chivo expiatorio
rondaba el análisis. La preocupación giraba en
torno a qué hacer en este caso y cómo reformar el
manual de convivencia, de forma que incluyera esta
situación como falta grave y causal de expulsión.
En medio de la discusión, una profesora de los primeros
grados solicitó la palabra para contar la siguiente
experiencia vivida por ella en los días recientes:
había organizado una actividad con sus niños, y
solicitó que le colaboraran estudiantes de cursos
superiores. Al concluir la actividad, quiso hacer un
reconocimiento al aporte de quienes le habían
acompañado, pero en especial a un muchacho que
había sido el más proactivo, respetuoso y
colaborador con los niños. Cuando estaba
haciéndolo, otro estudiante se le acercó por la
espalda y en voz baja le señaló que ese era el
estudiante que había amenazado de muerte a la
profesora.
Las palabras de esta profesora llevaron la
reflexión hacia espacios que no habían sido
explorados hasta el momento, y que tuvieron en común el
análisis de las circunstancias que pudieron conducir al
acusado a la situación límite que había que
condenar. Sin ellas, se habría cumplido el objetivo
inicial de la reunión, que era encontrar un camino para
imponerle la peor pena al estudiante: la expulsión no solo
del plantel educativo sino de todo el sistema, por la
imposibilidad que suponía encontrar otro centro que lo
quisiese recibir. De paso, se habría podido legitimar en
el estudiante una reacción violenta que terminara en el
cumplimiento de la amenaza, aunque esto no hubiera sido pensado
en el momento de hacerla.
Este ejemplo de la vida cotidiana nos sirve
para corroborar lo fácil que es caer en esta lógica
y de qué manera responde a una actitud que es más
normal de lo que se quisiera.
Crisis del miedo como mecanismo de
control social
El chivo expiatorio no solo es un
mito que permite evadir el análisis a fondo de los
problemas sociales, sino que también es un instrumento de
control social, en cuanto tiene pretensiones ejemplarizantes; es
decir que intenta inhibir un comportamiento similar en otras
personas por miedo a que les suceda algo similar. Supone
además un manejo jerarquizado de la justicia, pues el
señalamiento de la víctima propiciatoria
está en manos de una persona o de un grupo que se
considera moralmente superior. En el caso del estudiante que
amenazó de muerte a su profesora, la preocupación
de los educadores no estaba solo en sancionar al sujeto, sino en
inhibir un posible comportamiento similar en el resto de los
estudiantes.
Durante la existencia de la cultura
sedentaria, el miedo siempre ha estado omnipresente, difuso,
disperso, inubicable. Tal vez por eso los seres humanos hemos
creído a lo largo de la historia que el objeto del miedo
era una divinidad, un ojo grande que todo lo veía, que
estaba siempre pendiente de lo que hacíamos, a quien nada
se le podía ocultar; alguien que podía auscultar
hasta tus pensamientos más íntimos y secretos y que
no iba a tener misericordia para castigar cualquier intento de
desobediencia a las normas sociales establecidas.
Es a partir de esta imagen del poder
controlador, omnisciente y omnipresente que se configuraron los
diferentes sujetos del poder que han sucedido a la imagen divina,
ya sea atribuyéndose sus características o
apoyándose en ella para manipular los naturales miedos,
temores y ansiedades humanos, en la perspectiva del control
social. Este miedo a ser sorprendidos en una anormalidad por ese
ser difuso es el mejor regulador, pues consigue que una cosa
llamada conciencia, el lugar donde la sociedad deposita sus
prejuicios, acompañe todos los actos, logrando así
que cada persona sea, para sí misma, la primera
enjuiciadora social de sus propias acciones.
Pero el miedo no responde solamente a una
externalidad vigilante; también es un mecanismo de
protección de la vida que inhibe conductas que la puedan
poner en peligro. Ahora bien, muchos peligros son construcciones
sociales que producen grandes dividendos a quienes ofrecen una
sensación de seguridad: para el miedo a que te roben el
salario, acudes a los bancos; las compañías de
seguros viven del miedo colectivo a los accidentes, a los
ladrones, a la falta en la palabra empeñada, a los
incendios, a la muerte; en resumen, a cualquier expresión
de la incertidumbre en la vida social.
El miedo al castigo no ha sido suficiente
para evitar el delito, a pesar de que las sociedades siguen
solicitando el endurecimiento de las penas cada vez que hay una
situación que las escandaliza, y los parlamentos y los
congresos de los países siguen actuando en consonancia con
este clamor.
Esta situación del derecho positivo,
unida a su incapacidad para construir mejores sociedades, ha
puesto en entredicho la justicia retributiva y está
planteando la necesidad de encontrar alternativas. No se trata de
desconocer la importancia de dicha justicia, sino de buscar
alternativas que la complementen y trasciendan.
El Estatuto de Roma, que le da vía a
la Corte Penal Internacional, empieza a ser una búsqueda,
en lógica retributiva, que permite trascender las
fronteras en lo que tiene que ver con los crímenes de lesa
humanidad. Es un caminar lento, tiene autolimitaciones que
dificultan su acción, está aún demasiado
dependiente de la coyuntura política, aún no se
atreve a cuestionar las acciones de los más poderosos,
pero empieza a abrir caminos nuevos. A este camino aportaron de
forma significativa los esfuerzos por extraditar a Pinochet a
España y su detención en Londres, y las luchas
persistentes de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo en
Argentina, entre muchas otras, dándole a las acciones de
la Corte no solo un valor específico en esta lógica
retributiva, sino también un profundo contenido
simbólico, que es donde realmente se juegan las viejas y
las nuevas significaciones y, por lo tanto, las transformaciones
culturales. La búsqueda y puesta en marcha de mecanismos
alternativos para la solución de los conflictos (MASC) es
otro esfuerzo por incorporar una mirada que trascienda la
lógica del castigo y se centre más en la
construcción de acuerdos entre las partes.
No es nuevo el tema de la justicia
restaurativa. Ella pretende encontrar un camino para la
transformación de quien ha infligido un dolor o ha
cometido un acto de injusticia. Martin Luther King lo insinuaba
al decir que su objetivo no era vencer a su opositor, sino
convencerlo. Es ir más allá del castigo, porque
este no ha logrado que el asesino transforme su comportamiento;
en muchos casos, solo ha conseguido que se empeñe en su
error. Para la justicia restaurativa es más importante
transformar y garantizar condiciones para que el delito no vuelva
a ocurrir, que castigar al culpable. Su fuerza no está en
el miedo que pueda provocar, sino en su capacidad para
transformar a quien delinque, garantizando así la no
repetición de los hechos. No particulariza el delito, sino
que pretende una visión más holística de los
hechos, porque entenderlos es una condición importante
para prevenirlos, y supera la relación autoritaria de la
justicia retributiva, vinculando como sujetos a todas las partes
implicadas; su éxito se mide más en los
daños reparados y prevenidos que en la cantidad de castigo
infligido.
Estas búsquedas de nuevas formas de
justicia evidencian que las utilizadas hasta ahora siguen
reproduciendo el mundo que han pretendido cambiar y hacen que la
crisis se convierta en un círculo vicioso. Estas nuevas
formas se encuentran permeadas y atravesadas por lo que estamos
empezando a nombrar como la "humanización" del opositor,
en contravía de la "satanización" a la que estamos
habituados por la cultura.
Crisis de la realidad dividida entre el
bien y el mal y la preponderancia de la fuerza
física
La existencia del dualismo entre el bien y
el mal como realidades excluyentes es, tal vez, el imaginario
atávico más aferrado a la cultura
hegemónica. Con él se han legitimado todas las
guerras y las mayores atrocidades: Osama bin Laden
destruyó las torres gemelas de Nueva York como una
acción en nombre del bien, así como Bush
invadió Afganistán e Irak con el mismo argumento.
De hecho, este último invocó al Dios de
Jesús para que protegiera la vida de sus soldados. Hitler
no era un loco depravado y una encarnación de
Satán; era un hombre que se percibía a sí
mismo como bueno y obró en consecuencia con sus
percepciones del bien. El golpe de Estado que dio Franco a la
República española fue hecho en nombre de la
cristiandad, como una nueva cruzada en defensa de los valores de
la fe. Pinochet celebraba con una misa cada año su golpe
de Estado en Chile. Stalin asesinó sistemáticamente
a todos los disidentes en nombre de la revolución y la
dictadura del proletariado. Mubarak, en Egipto, antes de ser
derrocado, se dirigía a su pueblo como el padre bondadoso
que sólo quería el bien para sus hijos. Gadafi se
negaba a abandonar el poder porque él era el líder
de una revolución que le devolvió la dignidad a los
libios. Las Farc, en Colombia, hacen la guerra en nombre de la
equidad y la justicia social, mientras el Estado hace la guerra
contra las Farc para combatir el narcoterrorismo. El Estado de
Israel bombardea a la población civil palestina, levanta
muros, convierte la Franja de Gaza en un campo de
concentración e invade tierras palestinas con base en su
propia percepción del bien. Los Khmer Rojos, en Cambodia,
asesinaron a una cuarta parte de la población en nombre de
la revolución, entre 1975 y 1979.
Esta frontera entre el bien y el mal
-definida por las percepciones de lo bueno como la
adhesión al más fuerte, a los que piensan, sienten
y creen de la misma forma, a una verdad que se legitima desde
intereses particulares- ha entrado en crisis, cuestionada por los
hechos que ella misma ha provocado. ¿Por qué las
Naciones Unidas deciden que es importante intervenir en Libia,
con el pretexto de que Gadafi dispara contra su población,
y este mismo pretexto no es considerado para Bahrein para Siria o
para Yemen? ¿Por qué está bien dedicar miles
de millones de dólares para salvar la banca, y no lo es
para dar agua potable o comida a millones de personas que mueren
por la falta de ellas? Son algunas preguntas que, como muchas
otras, cuestionan la ética que guía la vida de los
seres humanos y sus decisiones en concordancia con
ella.
El bien estaba circunscrito a las fronteras
del grupo y el mal era todo lo que lo amenazara. Hoy las
fronteras son las del planeta, y desde allí deben ser
definidos los nuevos conceptos que enriquezcan esa
construcción del bien y del mal, al menos mientras
aprendemos a deconstruir esta relación dualista, mientras
sabemos vivir sin ella y entendemos con mayor profundidad las
paradojas de la vida.
No nos es fácil imaginar un mundo en
el que el bien y el mal se funden. La lógica dualista no
consiste sólo en percibir realidades como aparentemente
contrarias, sino en el tipo de lucha excluyente que se plantea
entre dichas realidades. Es una confrontación cuya
solución es la desaparición o el sometimiento de
una de las partes. En el dualismo entre el bien y el mal, esta
lucha es más evidente porque tenemos interiorizada la idea
de que el mal debe ser destruido sin ningún tipo de
reparos: el objetivo consciente del mal es destruir el bien, y la
defensa de este último justifica cualquier tipo de
recursos y de medios.
El imaginario de la preponderancia de los
fuertes, unido al imaginario del bien, permean también las
relaciones con la naturaleza, produciendo la crisis ambiental que
preocupa a buena parte de la humanidad, y pretende justificar
también buena parte de las intervenciones.
Crisis de la violencia como
método
Ha sido siempre relativamente fácil
identificar y condenar la violencia de los otros, de los
enemigos; pero particularmente difícil identificar la
violencia propia, que se ha confundido con defensa
legítima, con métodos de corrección, con
preservación del orden establecido, con daños
colaterales, con causas justas.
Hay que reconocer que la aprobación
del uso de la violencia sigue siendo la columna vertebral de la
cultura hegemónica. Los discursos y las acciones
emergentes no logran permear aún a los poderes de centro
o, lo que es lo mismo, los centros del poder. Se sigue pensando
que lo realmente serio es lo que tiene que ver con la violencia y
no con la paz, que sigue viéndose como el resultado de una
competencia violenta por la hegemonía y el sometimiento
por la fuerza de todo aquello que se considera
inapropiado.
Pensar en la paz como camino sigue
viéndose como un asunto de mentes ingenuas a las que, como
máximo, se las trata con condescendencia, cuando no con
burla socarrona. Schell (2005) nos refiere el pensamiento que
sobre ello tenían en su momento actores de la
política y la sociología:
Las voces que discrepaban de este amplio
consenso –las de un puñado de anarquistas, unos
pocos marxistas moderados y otros socialistas, así como
algunos escritores entre los que se destaca el novelista y
pacifista León Tolstói- raramente las tomaban en
serio quienes ocupaban el poder ni quienes pensaban en ocuparlo.
Lenin se burló del "sermoneo imbécil sobre no
resistirse al mal con la fuerza" de Tolstói. Y Max Weber,
que había afirmado que "el medio decisivo para la
política es la violencia", añadió que
"cualquiera que sea incapaz de verlo así es un
párvulo político"… Y cuando la derecha, al
hacerse revolucionaria, dio lugar al fascismo, no sólo
justificó la violencia sino que se regocijó en ella
(p. 137).La violencia se aprende a través de las
relaciones que se establecen en la cotidianidad. El uso de la
violencia en el interior de los hogares responde más al
concepto de bien, que a la intención de hacer un mal. "Es
por su bien", argumentan los padres para explicar el maltrato
físico contra los niños. Incluso hay algunos padres
que autorizan a los profesores en el colegio a que hagan uso de
este método cuando lo consideren necesario. Está
tan interiorizado, que eximirse del maltrato significaría
renunciar a educar: dejarlos crecer salvajes, lo cual equivale a
afirmar que la violencia es útil para domesticar. Es
bastante común escuchar decir frases como "gracias a que
mi papá me pegó yo salí derechito", que se
complementa con otro dicho que afirma que "árbol que crece
torcido nunca su rama endereza". Incluso, la mayoría de la
gente no identifica el maltrato con violencia; por eso puede
rechazar contundentemente esta última, adoptando al tiempo
el método del maltrato. En un contexto como este, los
niños crecen interiorizando la bondad de la violencia para
conseguir hombres y mujeres de bien. En el contexto de las
relaciones entre géneros sucede algo similar.
La legitimación de la violencia
tiene su expresión política en la máxima de
Marx (1959) "la violencia es la partera de toda vieja sociedad
preñada con una nueva" (p. 824), Esta percepción
nos ha llevado a construir una historia basada en el recuento de
las guerras. Nos acercamos a la historia como el camino recorrido
por la humanidad de guerra en guerra y de batalla en batalla, y
nos hemos olvidado de dar cuenta de las experiencias
pacíficas y colaborativas que han sido fundamentales para
salir adelante como especie.
Esta búsqueda hace parte integral de
la crisis de la violencia: es un intento por descentrarla como
única mirada de la realidad, como única fuerza
centrípeta que regula todos los comportamientos humanos.
Su deslegitimación también depende de ser capaces
de darles espacios y visibilidad social a los puntos de fuga que
ocurren en las historias periféricas de la cotidianidad,
en el universo de las relaciones sociales, que no se agotan en el
pequeño mundo de las relaciones del poder centralizado,
cuya influencia cultural está determinada por su excesiva
y exclusiva visualización. Abrir cauces sociales a las
experiencias de la paz es potenciar su profunda capacidad de
pedagogía social.
Esquema de la crisis
civilizatoria
Precursores de
"un mundo diferente": Jesús de Nazareth, Henry David
Thoreau y León Tostói
Los puntos de fuga creativos han
estado tan presentes y actuantes como aquellos que han
determinado la hegemonía de unas formas de hacer y pensar
las relaciones humanas. Las investigaciones para la paz han
avanzado de forma importante en el esfuerzo de contar la historia
desde aquellos puntos de fuga.
Las personas que aquí se nombran no
responden a un esfuerzo exhaustivo de destacar las
manifestaciones humanas en lógica creativa, pues pretenden
ser solo ejemplos de dichas manifestaciones. Y ellas
también son hijas de su tiempo. Dicho de otro modo, no son
expresiones aisladas de la cultura, como excepciones que se
escapan a la misma por una capacidad especial que no puede ser,
por definición, compartida por el resto de la humanidad.
Aprendieron de su tiempo esa capacidad para descubrir nuevas
bifurcaciones. Estamos, en ocasiones, condicionados a creer que
fueron espíritus privilegiados, inspirados por una fuerza
no humana, y lo que logramos con eso es hacerle el juego a una
cultura que pretende individualizar su propuesta hasta el punto
de convertirlas en utopías, en el peor sentido de la
palabra. Son hijos de la paradoja de la vida, que se expresa de
forma permanente. La vida está siempre suscitando
capacidad de adaptación en las dos lógicas en que
se mueve: conservación y cambio, al margen de que
determinada hegemonía esté facilitando o
entorpeciendo el desarrollo de una de las dos fuerzas. La
visibilidad social de una o de otra dependerá de su
funcionalidad con la supervivencia.
Jesús de Nazareth -al margen de su
condición divina, lo que es una creencia que no se
discutirá en esta reflexión- fue también una
persona que aprendió a leer su propuesta desde la vida. Y
el análisis de su mensaje es pertinente en la medida en
que tenga algo que decir al mundo de hoy, en la medida en que
aporta a la deconstrucción de algunos de los imaginarios
atávicos que hoy amenazan la vida, de la misma manera que
las propuestas de Henry David Thoreau y León
Tostói.
Jesús de Nazareth
Se plantea a Jesús en esta
reflexión, desde una perspectiva histórica, como
hijo de una familia pobre, campesina, artesana, predicador
judío que vivió en el siglo I en las regiones de
Galilea y Judea, que murió crucificado alrededor del
año 30, bajo el gobierno de Poncio Pilato; asimismo, como
una de las figuras más influyentes de la cultura
occidental, referente fundante de diferentes nominaciones
cristianas y reconocido como profeta en el Islam.
En ese sentido, se plantea cómo este
Jesús histórico es expresión de una forma de
pensar alternativa a la cultura hegemónica y, por lo
tanto, expresión también de una sociedad humana que
buscó y busca cuestionar y trascender los imaginarios
atávicos sedentarios. Desde su sencillez profunda y
contacto con el dolor humano, supo plantear salidas alternativas
que aún hoy, en medio de la sensación de crisis que
hemos vivido como humanidad, seguimos releyendo y
buscando.
Es de resaltar la influencia importante del
Sermón de la Montaña para varias de las personas
que por sus acciones, sus escritos y sus reflexiones mantienen un
protagonismo importante en esta búsqueda de nuevos
referentes, simbolismos y significantes culturales. Para muchas
de ellas aquí está la esencia del mensaje de
Jesús, y apoyan en dicho mensaje sus posiciones,
convicciones y propuestas. Tolstói y Gandhi son un ejemplo
de ello. Para Martin Luther King, hijo del sincretismo religioso
que realizó la población afro en América del
Norte, el mensaje de Jesús, en su conjunto, tiene un peso
mayor que incluye las dimensiones de la fe.
El Sermón de la Montaña
plantea tres situaciones que han sido muy debatidas y que
provocan todo tipo de reacciones: "si te dan en una mejilla,
presenta también la otra", "si te quieren quitar la
túnica, regala también el manto", "si te obligan a
acompañar un kilómetro, acompáñalos
dos", como ejemplos de no devolver al mal con mal.
El Sermón de la Montaña
propone un método distinto para confrontar la violencia.
Es algo así como: si te atacan con violencia, reacciona de
una forma que tu agresor no espera, produciendo en él una
sensación de desconcierto tal que el efecto de dicho
desconcierto te proteja de su agresión y, de paso,
transforme y reduzca su violencia, sintiendo profunda
vergüenza de la misma. Esta estrategia del desconcierto no
es otra cosa que reaccionar de forma no esperada frente a quien
pretende imponerse a través de la violencia, y ha sido la
fuente de muchas acciones políticas
transformadoras.
La no resistencia al mal con violencia, de
la que habló Jesús, tiene una cada vez más
demostrada eficacia como mecanismo para deconstruir la violencia
como método.
Normalmente, hemos construido un dualismo
entre los procesos de transformación individual y los
procesos de transformación colectiva o social. Al
observarlos como dos situaciones distintas, pretendemos construir
métodos diferenciados. Gandhi construye un continuo entre
estas dos realidades, mostrando que los mismos métodos
pueden ser útiles en ambas circunstancias, y que
así como la estrategia del desconcierto funciona en las
relaciones interpersonales, funciona también como
estrategia política para reducir y manejar la violencia de
los "fuertes". Y este método de dos mil años
planteado por Jesús es recuperado, con una nueva mirada,
del baúl de los imposibles.
Jesús propone la
deconstrucción de la relación dualista
amigo/enemigo que, como veíamos, es un imaginario
fundamental de la cultura, y que legitima y ha legitimado las
guerras y todo tipo de violencias. Propone como alternativa el
método del amor, no como un gesto de bondad de quien lo
siente, como se interpretó normalmente, sino como un
método de transformación del opositor, coincidiendo
con la conversión del adversario de la que habla Gandhi.
Ejemplo de ello fue su metodología con Mateo, el
recaudador de impuestos, percibido socialmente como aquel que no
merecía más que el desprecio, el odio y el rechazo
social. Contrariamente a lo esperado, Jesús se sienta a
comer con él, ejemplificando cómo las relaciones
entre pares son las que realmente transforman. De estas fuentes
aprende Martin Luther King que al enemigo no hay que vencerlo,
sino convencerlo. Para los luchadores por los derechos civiles en
Nashville era muy importante lograr que el alcalde reconociese
como injusta la segregación en las cafeterías, y lo
hicieron a través de una presión que no lo
agredía, para no fortalecer sus concepciones racistas. En
una sociedad regulada por el odio a los enemigos, no sabemos muy
bien qué puede significar la propuesta del amor a los
enemigos.
El Sermón de la Montaña
también es una oda a la fragilidad: Bienaventurados los
pobres, los que lloran, los perseguidos, los que sienten
misericordia o son capaces de sentir el dolor de los demás
como propio, los que trabajan por la paz, los que sufren, los que
tienen el corazón limpio; y a renglón seguido dice
que de ellos es el Reino de los Cielos, que era la manera de
llamar a la utopía en aquellas circunstancias de tiempo y
lugar. Si Jesús hubiera vivido en estos tiempos
hablaría de "otros mundos son posibles". Y hablar de los
frágiles como los sujetos de otros mundos supone una
ruptura con la idea de que los fuertes son los gestores por
excelencia del mundo de lo humano y, de paso, con el predominio
de la fuerza física como la mediadora fundamental en todo
tipo de relación. Es recurrente en las historias que se
narran de Jesús su reconocimiento de otro mundo posible
construido desde la aparente fragilidad. Podemos observar que
todo ello tiene relación con la "Ley de la influencia
sutil" o el "Efecto mariposa" que aparece en "Las siete leyes del
caos" (Briggs y Peat, 1999), en donde se habla del poder de la
fragilidad, del poder de la periferia para transformar la
realidad.
Para Jesús solo es posible imaginar
un mundo distinto desde quienes tienen necesidad de él. De
alguna manera, los fuertes tienen el mundo a la medida de como lo
quieren e imaginan. Cuando dice que "es más fácil
que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre
en el reino de los cielos" (Mateo 19,24), se está
refiriendo a la dificultad que tiene el querer e imaginar mundos
mejores desde quienes se sienten satisfechos con el existente. No
es gratuita la imposibilidad de acuerdos en las cumbres de la
Tierra, pues en ellas se pretende que los fuertes sean capaces de
promover cambios fundamentales en los estilos de vida que
están lesionando seriamente el planeta, cuando tales
estilos de vida son la base de su acumulación. El sujeto
del poder de la transformación se desplaza, entonces, del
centro a la periferia.
Jesús también plantea la
ruptura de límites y fronteras, transformando una imagen
del Dios de Israel -protector de su pueblo, escogido en
exclusiva, que se pone de parte de él para que sus
ejércitos violenten y destruyan a sus enemigos-, en el
Dios Padre de todas y de todos. De aquí surge de forma
creativa la idea de la fraternidad universal. Y él lo
aprende de la mujer que lo tira de la túnica para que le
ayude con su hija enferma. Muy posiblemente su molestia inicial
es derrotada en lógica de desconcierto por esta mujer que
casi le impedía caminar cuando, desde su perspectiva
cultural, le dice que su misión se restringe a los hijos
de Israel, porque "no se le puede echar la comida de los hijos a
los perros", y ella le responde que también los perros
comen de las migajas que se caen de la mesa, ayudándole a
entender que un Dios amoroso no distingue las fronteras con las
que hemos dividido la realidad, y Jesús aprende de la fe
de esta mujer que la vida desconoce los límites, que estos
son construcciones culturales propias del concepto de
territorio.
Esa ruptura de fronteras pasa por
transformar las relaciones de poder jerarquizado, a partir de
proponer la fraternidad universal y las dimensiones horizontales
del mismo poder. Dice el Nazareno: "El que quiera ser el primero,
que sea el que más sirva" (Mateo 20, 26), transmutando las
relaciones de obediencia y dependencia en relaciones de
solidaridad. "Ya no los llamo siervos, sino amigos" (Juan 15,15),
sugiriendo con ello la construcción de relaciones sociales
entre pares, basadas en el reconocimiento del otro y de la otra
como iguales.
Jesús también cuestiona el
miedo como regulador social por excelencia. Para una sociedad
regulada desde el temor a Dios, desde la sacralización de
la vida social (intervención directa de Dios en todo tipo
de normas), desde la autoridad incuestionable por ser de
procedencia divina, prescindir del miedo a Dios, como regulador
social, era casi que caer en la anomia social, en el caos
colectivo. Desde esta perspectiva, era normal que los
dueños del poder político y religioso leyeran a
Jesús como una especie de anarquista que ponía en
peligro los acuerdos colectivos que posibilitaban la vida en
sociedad. Pocas cosas han cambiado en realidad. El imponer temor
es una característica inherente al poder, porque hace
creer que todo lo ve, que todo lo sabe, que es capaz de imaginar
aun lo que no nos hemos atrevido a pensar, y porque tiene el
poder y la autoridad para castigarnos sin sentir
misericordia.
Jesús puso en entredicho la
obediencia basada en el miedo al castigo y pretendió
cambiar la percepción de Dios construida con base en una
autoridad vertical que supedita sin cuestionamientos. La
disposición de Abraham a obedecer es la obediencia que se
espera, que no duda, entendida como la máxima
expresión de fe y, de paso, de sometimiento. Y es tan
importante esta relación del pueblo de Israel con su Dios,
que todo lo malo que le sucede lo interpreta como consecuencia
directa de un acto de desobediencia e infidelidad.
Entonces, a Jesús le da por decir
que Dios es un padre amoroso siempre dispuesto a perdonar, que no
exige ni pone condiciones para ello, y cuenta la parábola
del hijo pródigo para dar a entender cómo debemos
percibir a Dios. Y habla de un papá que cuando se entera
de que el hijo equivocado vuelve, sale a recibirlo de nuevo como
si nada hubiese pasado.
En lógica de Noviolencia, y
más consecuente con el planteamiento de Jesús, en
nuestros días viene desarrollándose y encontrando
camino la justicia restaurativa o reparativa. Ella responde a la
determinación colectiva de dar a quien se equivoca la
posibilidad de enmendar su error. La diferencia fundamental
está en que no pretende infligir dolor ni violencia, sino
crear las condiciones para que sea posible reparar y/o restaurar,
estableciendo una relación directa y consecuente entre el
error cometido y la sanción establecida por el grupo
social afectado. A ello se refiere Jesús cuando habla de
perdonar "setenta veces siete" (Mateo 18, 21-22) como una manera
de decir "siempre", siendo consciente de que la generosidad
transforma más que el castigo. De esta forma, se propone
el perdón, no como una virtud individual, como
tradicionalmente se enseña, sino como un mecanismo de
transformación de las sociedades.
Es fundamental deconstruir la
legitimación de la violencia que se esconde detrás
de los héroes y los mártires, porque ellos terminan
convirtiéndose en símbolos que nos hablan sobre
causas por las que vale la pena morir, y que las sociedades
humanas convierten en razones por las que vale la pena matar. La
idea de Jesús como chivo expiatorio que acepta la muerte
violenta al saberse la víctima propiciatoria que
permitirá la reconciliación entre Dios y la
humanidad, tiene implícita una enseñanza: tan buena
es la violencia, que hasta Dios la usa. De hecho, todavía
se repite en la liturgia de las religiones de inspiración
cristiana que por amor al mundo Dios entregó a su hijo
para que redimiera nuestros pecados en la cruz. El mensaje
implícito es claro: la violencia salva. De hecho, cuando
un creyente ve una cruz, piensa en la
salvación.
Consideramos que es fanatismo religioso
cuando un musulmán decide autoinmolarse por una causa que
considera buena y justa, porque ello lo llevará
directamente al cielo; pero nos parece que es otra cosa cuando
hablamos de nuestros héroes como aquellos que están
dispuestos a morir por la patria, por defender nuestra
civilización, y los ponemos como ejemplo máximo de
entrega y sacrificio a los que hay que imitar. ¿Por
qué es fundamentalismo lo primero y no lo segundo?
Jesús no se entregó. La historia que se cuenta lo
niega. En realidad, tuvieron que chantajear a uno de sus amigos
para poder encontrarlo, porque estaba escondido. Por otro lado,
sus palabras en la cruz que reclaman a Dios por su abandono, no
se corresponden con quien ya sabía que esa era su
misión. Esta teología ha convertido la forma en que
murió Jesús en el centro de su reflexión, y
poniendo en segundo lugar de importancia la forma como
vivió, que es donde se encuentra la esencia de su mensaje.
Sí es cierto que no se rebeló contra la violencia,
que no respondió al mal con mal, que pretendió con
su método desconcertar a quienes lo agredieron, que
asumió las consecuencias de sus actos al cuestionar
profundamente la cultura de su tiempo… lo que no significa
querer ni buscar la muerte a través del martirio. A
Jesús, en consecuencia, lo mataron; él no se
entregó a la muerte.
En sociedades en las que aún son muy
importantes las sacralizaciones, a pesar del camino andado por
las miradas seculares, es fundamental deconstruir este tipo de
símbolos, elaborando reflexiones desde la vida y no desde
la muerte.
Henry David Thoreau
Acercarse a Henry David Thoreau supone
necesariamente acercarse también al tema de la
desobediencia en general y al de la desobediencia civil en
particular. La primera es tan antigua como la vida humana, si
tenemos en cuenta, como decíamos en el primer
módulo, que responde a la lógica de cambio, la
cual, junto con la lógica de conservación, son las
dos grandes fuerzas de la misma. Lo cierto es que si queremos
profundizar en este tema de la desobediencia civil hemos de
acercarnos a Thoreau, pues él supo influir, con su
práctica y su reflexión, en personas como
León Tolstói, Mohandas Gandhi y Martin Luther King,
Bertrand Russel, César Chaves, Petra Kelly, Aung San Suu
Kyi, entre otras muchas personas del pensamiento y la
acción en el siglo XX, y en las experiencias que a partir
de ellos se han venido y se vienen sucediendo. No fue Thoreau un
precursor de grandes gestas en cuanto no lideró en su
tiempo movilizaciones sociales semejantes a las que
inspiró después. Paradójicamente, Thoreau
fue más bien un hombre solitario, de pocos amigos, pero
profundamente consciente de la necesidad personal de desplegar
todo su poder individual. Tal vez allí reside uno de sus
aportes más importantes, como una evidencia del poder de
la influencia sutil. Tampoco fue un militante orgánico de
las luchas de su tiempo, en cuanto a que nunca hizo parte de
ninguno de los grupos organizados contra el esclavismo o contra
las guerras, tal vez dos de sus causas más importantes;
pero sí fue un hombre muy comprometido: la
abolición de la esclavitud fue el centro de
reflexión de varios de sus escritos, y la ilegitimidad de
las guerras fue una de las motivaciones más importantes en
su texto Sobre el deber de la desobediencia civil (Thoreau,
1995). Ahora bien, sus inspiraciones no pasaron por la certeza de
una lucha colectiva, sino por el convencimiento personal de obrar
en consecuencia con sus convicciones, sin necesitar para ello de
un reconocimiento social previo. Solo necesitó dejarse
llevar por su profundo amor hacia la verdad y la justicia.
Así se describiría su acción en
lógica del caos que expresan Briggs y Peat
(1999).
Aunque la obediencia haya tenido la
preponderancia, la desobediencia ha sido la protagonista de los
avances y cambios permanentes que ha registrado la historia,
aunque haya sido y siga siendo tratada como un comportamiento
inadecuado en el ámbito de lo social. Los mitos de los
pueblos están llenos de protagonistas que deciden
desobedecer el poder de los dioses, el poder de las autoridades,
el poder de los fuertes en todas las dimensiones de la vida.
Ejemplos: desobedeció Prometeo a los dioses, en la
tragedia de Esquilo, con el fin de entregarles el fuego a los
seres humanos; fue castigado con un suplicio eterno, pero su
figura representa a un héroe que desafió el poder.
Desobedeció Antígona a Creonte, en la tragedia de
Sófocles, pues consideró que era su deber darle
sepultura a su hermano Polinices, anteponiendo la ley natural a
la ley humana. Pagó asimismo con la muerte su desacato,
optando por el suicidio como una forma de escapar y denunciar la
injusticia del rey. Desobedeció Jesús a muchas de
las normas de su religión y de su tiempo, cuestionando las
leyes que no estaban al servicio de las personas; también
pagó con la muerte.
La medida de la libertad tiene una
relación directa con la posibilidad de la desobediencia.
No es sólo una discusión académica entre ley
natural y ley positiva. Como dice Óscar Wilde, "la
desobediencia, a los ojos de cualquiera que haya leído la
historia, es la virtud original del hombre". La desobediencia, en
la lógica de la teoría del caos, se constituye
entonces en la acción fundamental de todo acto creativo.
Muchas son las acciones que han ocurrido en la historia de estos
últimos cien años, que no podrían ser
comprendidas sin acercarnos a la significación de la
desobediencia civil, dándoles nuevas interpretaciones y
haciendo aún más importantes los aportes que dieron
relevancia a la figura, a los actos y a las reflexiones de H. D.
Thoreau (1995):
El mejor gobierno es el que menos
gobierna. El mejor gobierno es el que no gobierna en
absoluto, y cuando los hombres estén preparados para
él, ése será el tipo de gobierno que
tendrán (p. 2). Argumenta que los gobiernos
están al servicio de la evidente codicia de unos
pocos, que son las que determinan sus acciones en contra del
consentimiento de sus pueblos. Pone como ejemplo la guerra de
Estados Unidos contra México (en el contexto de hoy,
la guerra contra Irak sería un buen ejemplo de esta
afirmación de Thoreau, pues el móvil real era
el control de sus reservas de petróleo y, al menos en
el caso de España e Inglaterra, sus gobiernos
participaron en contra de la opinión mayoritaria de
sus pueblos). También podría servir de ejemplo
el tratamiento que la mayoría de los gobiernos han
dado a la crisis económica de los últimos
años: la codicia de los banqueros provoca la
explosión de la burbuja especulativa, y los gobiernos
deciden acudir en auxilio de aquellos con el dinero de todos,
evidenciando que su función es proteger a los
más fuertes. Para Thoreau, estas acciones deslegitiman
a los gobiernos.La existencia de gobiernos muestra
así con cuanto éxito puede someterse a los
hombres, que llegan hasta el punto de someterse a sí
mismos para su propio beneficio… Mas, para hablar en
sentido práctico y como ciudadano, reclamo, no ya la
ausencia de gobierno, sino inmediatamente un gobierno mejor.
Que cada hombre haga saber qué clase de gobierno
ganaría su respeto, y ése será un paso
para obtenerlo (pp. 2, 3). Thoreau propone como
alternativa la presión de la ciudadanía, como
expresión del poder de la periferia, que exija y
posibilite un gobierno mejor. Y supedita la ley a la
justicia, que no es otra cosa que la expresión del
juicio y del sentido moral de cada persona, pues la ley no ha
sido capaz de construir sociedades más justas. El
juicio moral se escapa de la normatividad, que pretende su
obediencia a través de la coerción. Y pone como
ejemplo las instituciones militares, que prescinden de la
humanidad de sus miembros en cuanto seres capaces de emitir
su propio juicio, y los utiliza como máquinas al
servicio de los intereses mezquinos de unos
pocos.No es tan importante cultivar el
respeto por la ley, como cultivar el respeto por la justicia.
La única obligación que tengo derecho a asumir
es la de hacer en cada momento lo que creo justo… La
ley nunca hizo a los hombres un punto más justos; y,
gracias al respeto que se le tiene, hasta hombres bien
dispuestos se convierten en agentes de la
injusticia… (p. 4). El Estado, como casi
todas las instituciones, reconoce y valora positivamente al
obediente, al que acepta las normas sin emitir ningún
juicio sobre ellas, porque estamos educados para
acatarlas.
El dicho popular lo confirma: "la ley es
dura, pero es la ley", es un brocardo procedente de la
conversión de las normas orales en escritas y que ha
pasado a nuestro común acervo como verdadero; o aquel que
afirma que "el que manda, manda, aunque mande mal", con el
propósito de legitimar la existencia de los gobiernos o la
autoridad como un bien per se. En consecuencia, castiga, somete o
les niega los derechos que les corresponden a aquellos que se
atreven a cuestionar su construcción legal. Thoreau se
reserva el derecho a objetar y a desconocer a una
institución que se deslegitima por sus actos contrarios a
la moral.
No deja de ser una paradoja que un hombre
que cuestionó el poder y sus métodos haya logrado
trascender en una realidad conquistada por la real politik, que
considera romántica y utópica esta
posición.
¿Cómo le conviene
comportarse a un hombre con este gobierno americano hoy?
Respondo que no puede asociarse con él sin deshonra.
Ni por un instante puedo reconocer como mi gobierno a esa
organización política que es también el
gobierno de los esclavos (p.
5) . Socialmente hablando, esta postura es
considerada inconveniente, pues reduce el espacio de
acción del poder político que, de forma
importante, se apoya en el uso y abuso de la fuerza, mientras
logra demostrar con verdades parciales la conveniencia de
unos fines que deben ser conseguidos con la
utilización de cualquier medio.
Las reformas económicas suelen
consistir en reducir los ingresos de los que menos tienen y, con
ello, su poder adquisitivo, para lograr entonces dinamizar la
economía e incentivar el crecimiento. Con esta
motivación y a modo de ejemplo, en Colombia, en el
año 2002 se aprobó una ley que redujo el valor de
las horas extras y aumentó la jornada laboral. Su
justificación política: reducir el desempleo. En
poco tiempo, aumentaron las utilidades de las empresas, pero el
porcentaje de los desempleados siguió creciendo. A pesar
de los resultados contrarios, se insistió en la medida con
la certeza de que a más largo plazo se lograría lo
pretendido. El imaginario que sostiene estas expresiones sociales
consiste en socorrer a lo más fuertes, porque son ellos
los llamados a soportar a los más
frágiles.
Thoreau (1995) cuestiona la
utilización de cualquier medio, incluso en el caso de que
ello tuviese como consecuencia la destrucción del Estado.
El medio al que normalmente recurre la sociedad consiste en
apoderarse de la tabla del náufrago:
Si he arrebatado injustamente
una tabla a un náufrago, debo devolvérsela
aunque yo mismo me ahogue. Esto, de acuerdo con Paley,
sería inconveniente. Pero quien salvase su vida en un
caso así, la perdería. Este pueblo debe cesar
de mantener esclavos y de hacer la guerra en México,
aunque ello le cueste su existencia como pueblo (p.
6).
Este autor reclama la existencia de
personas que se atrevan a reclamar la presencia y guía de
la bondad absoluta, sin importar su número, porque no es
una cuestión cuantitativa. Detrás de los
números que muestran las encuestas se apoya todo tipo de
inequidad y abusos de poder. La opción ética no es
un asunto de opinión mayoritaria, en un mundo que se mueve
con facilidad hacia las salidas violentas y las guerras, porque
sigue creyendo que la violencia es un método bueno y
útil para que el bien acabe o someta al mal.
El rechazo a la institución del
Estado, por parte de Thoreau, no responde solo a que esa
institución desconoce a la ciudadanía que la
sostiene y legitima, sino también a que la exime de
responsabilidades con respecto a las decisiones que toma. Es
común encontrar gente que reniega de la guerra y de los
métodos del Estado, pero no se siente corresponsable al
mantener una institución que obra de manera
tal.
Así en el nombre del orden y
del gobierno civil, al final nos han hecho a todos sostener y
rendir homenaje a nuestra propia mezquindad. Tras el primer
rubor del pecado llega la indiferencia; y de inmoral se
convierte, por así decirlo, en amoral, y no poco
necesario para la vida que nos hemos organizado (p.
9). Thoreau propone, entonces, la negativa a colaborar con la
injusticia, legitimando la objeción de conciencia como
una actitud que revalora y dignifica las opciones
individuales, al margen de la influencia política y
social que ellas puedan tener. La división que hacen
los analistas y académicos entre objeción de
conciencia y desobediencia civil responde a la necesidad de
separar el mundo de lo privado y de lo público. La
Noviolencia, como ya lo decíamos, intenta construir un
continuo entre estos espacios, deconstruyendo este dualismo y
admitiendo que no hay nada que sea solo privado, pues lo
más individual es también una
construcción social, ni nada que sea solo del espacio
de lo público o lo político, pues ello tiene
consigo, de alguna manera, el aporte de las subjetividades
que lo componen.Bajo un gobierno que encarcela
injustamente a alguien, el lugar apropiado para un hombre
justo es también una cárcel. Hoy el lugar
adecuado, el único lugar que Massachusetts ha provisto
para sus espíritus más libres y menos
desalentados está en sus prisiones, para encerrarlos y
separarlos del Estado por acción de
éste… (pp. 12, 13). Thoreau propone
atravesarse en medio de la maquinaria social para constituir
lo que llama una mayoría de uno. Propone
también ejercer cada cual su propio poder, allí
donde puede, como metodología de transformación
social. La premio Nobel de Paz, Aung San Suu Kyi, en
Birmania, es también un ejemplo paradigmático
actual de la propuesta de Thoreau. Durante seis años
fue confinada a arresto domiciliario por oponerse al
régimen militar en ese país.
La noche que Thoreau pasó preso en
la cárcel de su ciudad le sirvió para evidenciar
que no era posible encarcelar su espíritu, confirmando su
sentido profundo de libertad, que trasciende los barrotes y las
paredes construidas para someter los cuerpos de quienes se
atreven a desobedecer, barrotes incapaces de apresar sus opciones
y decisiones vitales.
La autoridad del gobierno, incluso
un gobierno como al que estoy dispuesto a someterme…
no puede tener más derechos sobre mi persona y mi
propiedad que el que yo le conceda (p. 17). Y
devela que es un poder delegado lo que se esconde
detrás del poder de los que se llaman a sí
mismos poderosos, que tal poder no existe sin el
consentimiento y la aceptación del dominio por parte
de la ciudadanía, que se puede deshacer como la sal en
el agua en cuanto esta se haga consciente de ello y lo
reclame. Que ese poder centralizado se alimenta y se
fortalece con la obediencia, con la servidumbre voluntaria y,
por eso mismo, necesita amenazar y someter por el miedo a
todo aquel o aquella que pretenda desconocerlo, porque la
desobediencia empieza por evidenciar y descubrir que la
omnipresencia del poder no es real, que es una
construcción subjetiva, que puede ser cambiada y
transformada.Las instituciones como la Iglesia,
el Estado, la Escuela, la Propiedad, etc. son fantasmas
ceñudos y espectrales como Moloch y Juggernaut debido
a la ciega reverencia que se les presta… El
único bandolero que he encontrado era el propio
Estado. Cuando me he negado a pagar el impuesto que
exigía por la protección que yo no
quería, él mismo me ha robado. Cuando he
defendido la libertad que él declaraba, me ha
encarcelado (p. 24). Thoreau comprende que la
práctica de la libertad hace innecesarias las
instituciones que hemos creado para que supuestamente nos
protejan y que, entonces, se puede vivir sin depender de
ellas, dedicándoles la menor cantidad posible de
nuestros pensamientos.
Y la libertad empieza y pasa por romper y
cambiar las costumbres que nos apresan y condenan a la no vida y
también a la muerte. En los términos que hemos
venido utilizando, Thoreau nos reta a cambiar esos imaginarios
culturales que impiden hoy no solo la vida en libertad, sino
también la vida sin adjetivos. Thoreau (1995) termina su
reflexión atreviéndose a pensar que podemos
imaginar y construir otras formas de gobierno; que no es un
destino funesto lo que hoy vivimos; que unas nuevas instituciones
deben partir de reconocer las dimensiones horizontales del poder;
que no es la sumatoria de individuos lo que construye una
autoridad alternativa, sino el reconocimiento y la
implantación de los derechos de todos los seres humanos y,
en concordancia, con su reflexión en Walden (1854), de
todos los seres vivos. Thoreau sigue repitiendo aún hoy
que nadie está obligado a obedecer en contra de su
conciencia, que una ley que obliga a traicionar las convicciones
personales debe ser desobedecida. Y este hombre que hizo todos
sus planteamientos desde una visión de sí mismo,
desde sus derechos como persona individual, sigue siendo recogido
por un presente que necesita con urgencia encontrar nuevos
caminos que posibiliten otra vez la vida.
Sus reflexiones fueron integradas y
recogidas unos años después por León
Tolstói en la convulsionada Rusia de los zares. Hay
quienes dicen que los fines de siglo se convierten en un esfuerzo
reflexivo de las sociedades humanas por condensar aquellos
pensamientos que nos han de impulsar por otros cien años.
De alguna forma, esto fue lo que hizo Tolstói con las
reflexiones de Thoreau.
León Tostói
El Tolstói pacifista es, de alguna
manera, el resultado de tres experiencias que marcaron su
existencia: su paso por el ejército, que lo adentró
en la reflexión sobre los misterios y las tragedias de la
vida; su opción religiosa, a la que llegó
después de una profunda crisis existencial que lo puso al
borde del suicidio, inspirada en la lectura directa del mensaje
de Jesús, y su profunda capacidad de aprender de la gente
más sencilla, con quienes se acercó a conocer
más de cerca las muchas sectas cristianas de los
campesinos rusos, enemigos de la Iglesia oficial y perseguidos
por ella.
Por sus posiciones con respecto al Estado y
a las instituciones religiosas, Tolstói fue catalogado
como anarquista, pero dio un paso al frente con respecto a las
teorías anarquistas de su tiempo, al imponerse una
condición ética, guía de toda posible
acción, inspirado en la máxima evangélica de
la no resistencia al mal, es decir, el no responder al mal con
violencia. Su opción de fe toma distancia de aquellos
elementos que sacan a Jesús de Nazareth del contexto de
los seres humanos y desvirtúan su mensaje al convertirlo
en una propuesta suprahumana. Piensa que en el Sermón de
la Montaña hay claves para superar las guerras, la
injusticia y la violencia de la sociedad.
Es desde el mandamiento de Jesús que
él cuestiona la legitimación social de la
violencia. Para Tolstói, la sociedad ha ido construyendo
excepciones al mandamiento de la no resistencia al mal con
violencia, empezando por la Iglesia que dice representarlo.
Analiza tres justificaciones: a) la violencia se encuentra
admitida en el Antiguo Testamento; b) dado que existe la maldad,
el bien tiene derecho a utilizar la violencia para defenderse, y
c) el derecho y el deber de la legítima defensa contra los
agresores. A esto, Tolstói
(2010) responde: Si Dios permitiera usar la
violencia contra los malvados, dado que es imposible encontrar
una definición justa e inequívoca para distinguir
al malvado del no malvado, las personas empezarían a
acusarse mutuamente de serlo, cosa que sucede en la
actualidad (p. 51). Ni siquiera el peligro es una
justificación válida, pues a él se ha
recurrido para legitimar todo tipo de violencia, incluida la
muerte de Jesús, que fue considerado un peligro para la
sociedad en la que vivió.
Sus consideraciones no se agotan en la
reflexión religiosa, pues son profundamente éticas
y ponen en tela de juicio las justificaciones que la cultura ha
ido elaborando alrededor de la violencia:
Entra de lleno a cuestionar esa
frágil frontera entre el bien y el mal que ha permitido
que las sociedades humanas hayan legitimado todo tipo de
asesinatos, incluido el asesinato masivo de la guerra. Todo
sería más fácil si existiese una conciencia
de maldad en quienes ejercen la violencia, si pudiesen ser
catalogados como mentes enfermas que, producto de su enfermedad,
llegan a realizar estos actos que nos indignan. Pero la maldad es
insuficiente para explicarlos y, más aún, para
superarlos.
Al ser interrogados unos psicoanalistas
sobre la personalidad de los torturadores en la Argentina de la
dictadura militar en la década de los 70, ellos afirmaban
que eran individuos, por paradójico que nos pueda parecer,
profundamente normales: padres de familia ejemplares, amorosos
con sus hijos, buenos amigos y buenos ciudadanos. Ni siquiera se
trataba de una esquizofrenia que pudiese permitirnos una
explicación por desdoblamiento de personalidad. Es posible
que haya en el fondo un imaginario atávico anterior a
cualquier opción moral o religiosa: la obediencia a la
autoridad está primero que cualquier consideración
de otra índole.
En consecuencia, no ha sido posible que
reconozcan el error en el que han incurrido: las torturas, las
desapariciones, el dolor infligido. Ya viejos y achacosos, siguen
presentándose ante los tribunales que los enjuician con la
misma soberbia que suele dar la certeza del deber cumplido y con
la tranquilidad de conciencia que les confiere el haber hecho lo
que tenían y debían hacer. Obedecían no solo
a quienes les daban órdenes, sino también a sus
propias certezas, a su propia verdad interiorizada e
incuestionable, revestida de poder: el bien de la patria, que
pasaba por el mantenimiento del orden establecido.
Para Tolstói, es irreconciliable el
precepto evangélico de la no resistencia al mal con
violencia, con la existencia de una institución como el
Estado, basada en todo tipo de violencias. Tolstói
consideró que el Estado ni siquiera es una
organización social basada en el derecho, sino en el uso
indiscriminado de la fuerza y la violencia al servicio de unos
pocos, y que su legitimación, sustentada en el supuesto
acuerdo de la ciudadanía que lo compone, no es sino un
disfraz de su verdadero sentido.
Escribió que todo Estado dice de
sí mismo que es una institución encargada de velar
por el bienestar y la felicidad de sus integrantes, a cambio de
lo cual exige el fruto de su trabajo y su disponibilidad para
formar parte del ejército que habrá de defenderlos,
cuando en realidad lo que hace es robar toda expresión de
libertad y de conciencia a sus ciudadanos,
enseñándoles a matar para que contribuyan a la
conservación de su poder y su dominio.
En ejercicio de su propia libertad y de su
conciencia, Tolstói afirma que él no necesita del
Estado porque no está dispuesto a hacer parte de las
acciones que este necesita para existir, porque se reconoce en
todos los seres humanos y no necesita diferenciarse de ellos
-desconociendo las fronteras como justificación de las
guerras-, porque no está dispuesto a pagar impuestos para
sostener unas instituciones que rechaza -porque generan violencia
e injusticia-, y porque no está dispuesto a participar en
ninguna guerra contra ningún pueblo ni contra su propio
pueblo.
Considera que el argumento de la
dominación de los malvados por parte de los buenos que
están en los gobiernos es una verdad que hay que
demostrar, porque la dominación no se puede ejercer sin
humillar, sin mentir, sin violentar, y sin instituciones
adecuadas para ello. Y es esa misma violencia la que deslegitima,
desde su punto de vista, toda la parafernalia estatal montada
sobre la supuesta necesidad de defender a la ciudadanía de
la maldad. Para él, la bondad renuncia a la violencia y
ama a los enemigos. Tolstói plantea, entonces, que el
cambio y la transformación de la sociedad no puede venir
de una institución como el Estado, mecanismo de violencia
y dominación, sino de lo que él llama la
"opinión pública", que define como una
fuerza invisible e intangible, resultado de todas las fuerzas
espirituales de ciertas agrupaciones de hombres y de la humanidad
entera (Tolstói, 2010, p. 297).
Tolstói considera que, a pesar del
evidente sometimiento voluntario de las personas a la violencia
estatal, esta misma violencia terminará por deslegitimar
esa institución. Este contagio social del que habla es muy
parecido a lo planteado en el experimento del centésimo
mono (véase Anexo 1). Tolstói habla de
transformaciones culturales profundas, producto de la evidencia
destructiva de la violencia, que en manos de los Estados ha
llegado a amenazar la continuidad de la vida, a través de
la subordinación de los intereses generales a intereses
particulares, que ha destruido el tejido social y ha producido
profundo dolor en la vida de la gente.
El Estado es solo una expresión
más de las lógicas culturales que nos domestican.
Hay pequeños Estados en cada uno de nosotros, que siguen
sometiendo aquellas dimensiones personales socialmente
consideradas expresiones de fragilidad, y utilizando la violencia
como mecanismo de control de lo llamado femenino. Hay estructuras
de poder, similares a los Estados, en el interior de la
institución familiar, en donde las normas son impuestas
por los adultos y se interioriza la obediencia incondicional. Las
instituciones religiosas y civiles responden a la misma
lógica, y en ellas se promueve la supeditación ante
quien personifique el poder, haciendo uso de violencias
disfrazadas para lograrlo. No es pues gratuito que los seres
humanos aceptemos el Estado y sus violencias, cuando nuestra
realidad cotidiana es un reflejo del mismo. El dualismo entre lo
privado y lo público sigue siendo una fuente de
reproducción de las estructuras que quisiéramos
cambiar. Tolstói habla del estado hipnótico en el
que se encuentra la sociedad y que la hace incapaz de revisar y
juzgar sus propios actos, obedeciendo inconscientemente a unas
formas de hacer y de pensar que ha interiorizado en su proceso de
socialización.
En consonancia con Thoreau, Tolstói
planteó la necesidad de objetar la violencia desde una
posición de conciencia personal, que no puede ser delegada
en intereses de grupo y, menos aún, en los intereses
particulares de poder expresados en el Estado. Tolstói
entendió que las reflexiones de Jesús de Nazareth
planteaban alternativas y búsquedas que las sociedades
humanas aún no habían recorrido, construyendo una
relación de complementos entre lo privado y lo
público, entre las transformaciones individuales y las que
se necesitaban en el campo de lo social y político para
conseguir la justicia y la equidad. Tolstói considera
fundamental la desobediencia a cualquier llamado a engrosar las
filas del ejército, en concordancia con la norma
espiritual y ética que invita a "no matar".
Cabe resaltar, por último, la
profunda capacidad de transformación que Tolstói le
concede al desobedecer, por razones de conciencia, al Estado y
todas las instituciones que se apoyan en la violencia como el
asesinato legal. Su reflexión sobre
la opinión pública, como ya lo vimos,
es un aporte a la fuerza de transformación.
Gandhi y la lucha
por los derechos civiles en EE.UU.: aportes a la cultura
emergente de la Noviolencia
Las expresiones individuales y colectivas
que han procurado las transformaciones de la cultura sedentaria
han estado presentes en toda la historia de la humanidad, las
estrategias de la Noviolencia tampoco son exclusivas del siglo XX
ni pueden ser restringidas a la experiencia gandhiana. Ya lo dice
Pontara en su libro La antibarbarie – La
concepción ético-política de Gandhi en el
siglo XXI (s. f.), refiriéndose a la
afirmación de Gandhi "la Noviolencia es vieja como las
montañas" (p. 18).
Gandhi recogió de forma creativa
esta sabiduría humana y la puso en práctica como
estrategia política de transformación,
reflexionando de forma sistemática sobre ella y
aprendiendo de la misma a través de su experiencia contra
la discriminación en Sudáfrica, y su lucha y la de
su pueblo contra el imperialismo inglés en la India. Fue
un aprendizaje progresivo que consignó en su
autobiografía "Mis experimentos con la Verdad" (s.
f.).
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